Extracto de “Sujetos, mentalidades y movimientos sociales” Igor Goicovich Donoso (1998)
Al despuntar el alba del domingo 22 de abril, el valle se llenó de luz y calor. El otoño en el valle sólo trae un leve frescor al caer la tarde. La cálida brisa matinal sacudía los árboles y levantaba el polvo de los senderos. El río, en esa época del año, era sólo una pequeña hebra de agua. De pie, frente a él, Oscar Sepúlveda y los dirigentes del Consejo Federal Campesino de Cuncumén, Domingo Espinoza, Juan Olivos, Daniel Chávez, José Núñez y Adolfo Cabrera, se preparaban para vadearlo con más de 100 «federados» en dirección a La Tranquilla. Al mediodía debían reunirse con sus compañeros de esa hacienda para presentar en conjunto sus demandas a los hacendados de la región: el reconocimiento de la organización campesina, la jornada laboral de ocho horas, el alza de los salarios y el mejoramiento de los ranchos, figuraban entre las demandas centrales de la movilización. A la hora del encuentro más de doscientos trabajadores. a pie y a caballo. acompañados por sus mujeres y sus hijos, y cobijados bajo el estandarte rojo de la Federación, se aproximaron decididamente hasta el portón de acceso a las casas de la administración. Al llegar al portón fueron detenidos por un piquete de policías, que a nombre de sus patrones, los administradores de la hacienda, les exigieron nombrar una delegación que interlocutara con sus mandatarios. Sepúlveda, Cabrera, Chávez, Araya, Olivos y Espinoza, nombrados como delegados del consejo, traspasaron el portón y dirigieron sus cabalgaduras en dirección a las casas del administrador. Los demás trabajadores quedaron a la distancia, semi encerrados en una curva del camino por disposición de la fuerza pública.
Cuando los delegados de los campesinos llegaron ante la presencia de los latifundistas notaron con sorpresa que todos ellos, el administrador Enrique Gazmuri, sus amigos Jorge Carvallo, Luis Campos y Raúl Moore, y el señor Abraham Gatica, sobrino del Senador, estaban esperándolos revólver en mano. Al ver a Oscar Sepúlveda preguntaron quién era y al enterarse que hablaría por los trabajadores le intimaron a bajarse del caballo que montaba, a lo cual contesto Sepúlveda «que la actitud en que estaban los propietarios no era nada aceptable para ventilar arreglo de ninguna clase». Como Sepúlveda no accedió a desmontarse. Los policías que acompañaban a los hacendados arremetieron en su contra y lo derribaron a viva fuerza de la montura. Al ver caer a Sepúlveda los demás miembros de la Comisión interpusieron sus cabalgaduras entre Sepúlveda y sus agresores. «queriendo así evitar ultrajes y golpes a quien iba a defender sus derechos con razonados argumentos». Semejante rebeldía era intolerable, ya era demasiado tener que soportar a la banda de harapientos presentarse insolentemente ante las puertas de la hacienda, para requerir a sus señores; pero intentar evitar el castigo que merecían por su insolencia, constituía un arrebato de rebeldía que exigía una sanción ejemplarizadora.
La situación se tornó confusa. Los defensores de la propiedad, carabineros, guardianes y hacendados disparaban desordenadamente sobre los trabajadores; éstos, carentes de armas de fuego, cargaban sobre sus agresores con sus cabalgaduras, mientras que aquellos que se encontraban desmontados arrojaban una lluvia de piedras. En el fragor de la reyerta, el inquilino Fidel Araya, dirigente del Consejo Federal de Cuncumén, le arrojó el lazo al guardián Segundo Leiva. Varios trabajadores resultaron heridos a bala; entre otros, Sebastián Martínez, Adolfo Cabrera, Pantaleón Aguilera y Carmen Gómez. Muchos más quedaron con lesiones menores. El poder de fuego de la fuerza pública y los hacendados. imponía una vez más la diferencia entre la movilización popular y la represión oligárquica. Una lección dolorosa que los sectores populares no terminan nunca de aprender.
La muerte de Fidel Araya y la caída bajo las balas de varios trabajadores detonó la dispersión de los campesinos. Por los polvorientos caminos. a través de las quebradas. por la orilla del río, decenas de campesinos huyeron en busca de refugio. Tras sus pasos se movilizaban hacendados. guardianes y carabineros, desatando un feroz y ejemplarizado castigo. Oscar Sepúlveda se refugió en la casa del campesino Manuel Caudiú en Cuncumén, pero al día siguiente fue tomado preso. golpeado vengativamente y trasladado a La Tranquilla, donde sufro todo tipo de vejaciones y atropellos. Los heridos de La Tranquilla fueron detenidos en el Hospital San Juan de Dios de Salamanca cuando se reponían de sus lesiones, mientras que en la Hacienda Las Cañas fueron arrestados los dirigentes campesinos, Juan Cárdenas y Juan Soza; más tarde fueron apresados los trabajadores, Juan Luis Gallardo Molina, Julio Castañeda Tobar, Alfredo Navarro Barraza. Miguel Ortiz y Daniel Chávez López. Todos los detenidos fueron puestos a disposición del Juez Letrado de Petorca, quien los sometió a proceso por subversión. Simultáneamente se levantó un acta sobre la causa de la muerte de Fidel Araya Araya, cuyo cadáver quedó durante la noche del domingo 22 en una de las piezas del molino de la hacienda La Tranquilla, siendo trasladado al día siguiente a la morgue del hospital de Salamanca, para su reconocimiento médico legal.
La persecución violenta e indiscriminada contra los campesinos de la zona desatada por los hacendados y la fuerza pública, movilizó a la FOCH y a los diputados progresistas. encabezados por Luis Emilio Recabarren, los que presionaron a las autoridades nacionales para contener la oleada represiva. Respondiendo positivamente a estas presiones el Ministro del Interior de la época, Cornelio Saavedra Montt, telegrafió al Gobernador de Petorca a objeto de que éste le informara. Más tarde el mismo Cornelio Saavedra, haciéndose cargo de las denuncias de la FOCH, requería más antecedentes del representante del gobierno en Petorca.
Los sucesos de La Tranquilla, dejaron una profunda huella entre los campesinos de la zona. Sus hermanos compañeros habían sido vejados y violentados en forma ruin y cobarde. Se les ultimó cuando concurrían a reclamar sus derechos. Se les respondió por boca de revólver y carabina, aun antes de que éstos alcanzaran a exponer sus demandas.
La misma noche del domingo, los felices potentados de la tierra y los cancerberos de sus intereses, «celebraron su sanguinaria obra con una fenomenal borrachera, pudiendo oírse sus gritos vivas a su triunfo hasta lejanas distancias».
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